
Poco
a poco, se fue acercando. Creo que notó mi nerviosismo, y trató de tranquilizarme
diciéndome que sabía lo que había que hacer, cómo y dónde hacerlo. Lo había hecho
cientos de veces y nunca había recibido ninguna queja.
Por fin, cuando mis músculos comenzaron a relajarse, me
indicó cual era la postura más adecuada y poniéndome la mano en el hombro
continuó diciéndome cosas agradables para darme ánimos.
La proximidad entre los dos se hizo casi dolorosa, sentí la
presión de sus manos en mi brazo y el cálido y agradable aliento de su boca
acercarse a mi rostro.
De
repente me entró algo duro. Me cogió por sorpresa; mi cuerpo no estaba acostumbrado
a este tipo de experiencias y comenzó a temblar. Pasaron minutos que me
parecieron siglos; de pronto comencé a sentir un dolor insoportable y lance un
grito a la vez que todo mi ser se estremecía.
A medida que transcurrían los minutos el dolor se iba
haciendo más y más fuerte y no tardó en empezar a salirme sangre. Le dije que
lo sacara, que me estaba doliendo mucho, pero me dijo que ya casi estaba y que
no podía dejarlo así. Grité angustiada y dolorida hasta que se me saltaron las
lágrimas.
Inesperadamente
el dolor cesó y mi cuerpo fue recorrido por una indescriptible sensación de
bienestar. Entonces me di cuenta de que todo había acabado, ya no tenía sentido
seguir protestando. Llegó la hora de marcharse.
Le agradecí al dentista que me hubiese sacado esa muela que
tantísimo me dolía y me despedí pidiéndole disculpas por mi exagerado
comportamiento.
¡Adiós
dentista!
No hay comentarios:
Publicar un comentario