Siempre
me ha gustado entretener a los niños pequeños. A mis dos sobrinos de 7 y 5
años, Daniel y Raúl, solía hacerles juegos de magia de todo tipo, especialmente
con las cartas de la baraja.
Habían cogido tal vicio, que nada más de entrar en su casa,
me pedían que les hiciera algún truco.
Tengo
un truco con el que os puedo convertir a los dos en leones.
Daniel: Vale, conviértenos en
leones.
Bueno,
puedo convertiros en leones, pero no lo voy a hacer porque luego no podría volver
a convertiros en niños.
Raúl: Es igual, tú conviértenos
en leones de todas formas.
De
verdad, luego no hay forma de desconvertiros.
Daniel: ¿Y cómo haces para
convertirnos en leones?
Pues,
pronunciando unas palabras mágicas.
Raúl: ¿Y cuáles son las palabras
mágicas? Dínoslas.
Si
os las digo tendría que pronunciarlas y entonces os convertiría en leones.
Daniel
y Raúl: (Pensando un momento) Pero, ¿no hay otras palabras
mágicas que sirvan para desconvertir?
Claro que las hay, pero si digo las primeras palabras
mágicas os convertiríais en leones, pero no sólo vosotros sino todo el mundo,
incluido yo, y como los leones no saben hablar no quedará nadie en el mundo que
pudiera decir las otras palabras mágicas para desconvertirnos.
Daniel: Pues, escríbelas.
Raúl: Jo, yo no sé leer.
Incluso
escritas convertirían a todo el mundo en león.
Daniel
y Raúl: ¡Ahhhh!
Al
cabo de dos días, Daniel me llamó por teléfono y me dijo: “Tío, soy Daniel,
quiero preguntarte una cosa que me trae de cabeza desde el otro día, ¿cómo
hiciste tú para aprender las palabras mágicas?”.
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